El universo: esa cosa que hay por ahí rodeándonos, en el que se supone que todos fuimos formados y del que todos formamos parte. Como una irrisoria porción de un todo. Ese espacio indefinido, carente de dimensiones reales, anodino, con una tendencia obsesiva a no mostrarse ni en miles de millones de años; cargadito de agujeros negros, de puntadas luminosas infinitas, enorme aparcamiento estelar con incontables habitaciones y vistas al abismo. Ese inabarcable lienzo en el que posamos nuestras miradas cuando levantamos la cabeza y somos capaces de ver más allá de nuestro propio ombligo, un armario repleto de estrellas fugaces, el cajón desastre de los deseos, la selva oscura en la que, a pesar del desorden, conviven a las mil maravillas desde Pegaso a Escorpio, pasando por Orión y un par de osas un tanto despistadas.
Sí, el universo es algo maravilloso, ya se ve, pero... ¿qué se supone que tenía que hacer para que yo aceptara la proposición fantasmal de Néstor?, ¿acaso me iba a mandar una señal divina o un platillo volante se me iba a presentar para comentarme que ahora no solo iba a ser amigo de un muerto sino también de un marciano y, por lo tanto, si no quería ser abducido – con los consiguientes experimentos moderadamente sexuales y desagradables – tenía que irme de viaje al norte, a donde fuera? Pues... qué queréis que os diga, no tenía ni idea. La conversación con mi amigo no fue mucho más larga. Quizá porque era necesario mantener ese aire de misterio que siempre es un imán para que uno se interese y, a la postre, acepte cierto tipo de locuras; o puede que más bien porque, sencillamente, Néstor no iba a decirme mucho más aquel día. No hasta que le diese la respuesta que quería. Recuerdo que hice un par de preguntas absurdas sobre eso del universo y el porqué era yo el elegido, pero no obtuve ninguna respuesta convincente. Por lo menos nada que merezca la pena escribir ahora, pues solo serviría para enredar aún más al lector que seguro que ya está alucinando lo justo y necesario. Eso sí, antes de marchar y cumpliendo con el carácter enigmático de las circunstancias, me entregó un papel cuidadosamente doblado. Me instó a no abrirlo hasta que no hubiese llegado a casa, con un mapa delante a ser posible, y con una buena taza de chocolate caliente (esto último lo añado yo, que si bien no aclara las ideas, sí que calienta por dentro, y las decisiones importantes siempre han de ser tomadas con el alma incandescente). Al limpiarme las botas en el felpudo y llamar tímidamente al timbre reparé en la cantidad de cosas que me quedaban por hacer aquella noche antes de irme a dormir. Al día siguiente tenía un autobús que salía a las diez en punto de la mañana y no me apetecía, por nada del mundo, perderlo. La casa de Nico estaba más o menos igual a como la había dejado: sollozos varios detrás de las puertas y una mezcolanza de olores de todas las sobras acumuladas de Nochevieja y Año Nuevo. - Mucho frío fuera, ¿verdad? – me preguntó la madre de Nico, sonriendo casi por obligación. - Sí, mucho. Nada como estar en casa – respondí, calcando su gesto. - He preparado una ensaladilla rusa para cenar y de postre he hecho un bizcocho de limón con pasas. Espero que te guste. A Nico le vuelve loco y a su hermana... era... su postre preferido. - Seguro que está todo buenísimo. Voy a entrar un poco en calor y preparar un par de cosas para el viaje. Si quieren, pueden empezar a cenar sin mí. Voy a ver si se me abre el apetito. Y llanto como respuesta. No sé muy bien porqué. Ahora bien, queda claro que era innecesario el hecho de hacer más comida – me remito a la nevera a punto de auto engullir alguno de los platos sobrantes para no provocar indigestiones masivas a todo aquel que se atreviera tan solo a echar un ojo en su interior – y sobre todo machacarse el ánimo haciendo el pastel preferido de la recién fallecida. O es masoquismo o falta de imaginación a la hora de preparar un postre, ambas cosas muy presentes en el ser humano de a pie. Era verdad: no tenía nada de hambre. Entre el atracón de hace cuatro horas y mis diálogos a la luz de la luna, el estómago se me había cerrado completamente. Y también era cierto que iba a aprovechar para organizar mis cosas para la vuelta a Madrid. Así pues, mientras pensaba en aquello del viaje, empecé a hacer la maleta – nótese la ironía premonitoria que supuso aquel momento en el que, mientras empacas para regresar a casa, estás pensando en circunstancias que van a volver a alejarte de allí. Haciendo caso a Néstor, y cuando más o menos tenía todo organizado encima de la cama, me saqué del bolsillo el papelito que me había dado antes de marchar. Lo primero que me pregunté es si aquella nota había sido escrita desde el más allá o desde el más acá. Nada pudo aclararme aquella duda, por supuesto. Lo siguiente fue desdoblarla y darme cuenta de que se trataba de medio folio con una lista de nombres colocados en dos columnas. La letra era francamente desastrosa, cosa que se entendía perfectamente pues todos sabéis de la falta de pulso de los muertos. Estaba escrito en color azul, cosa que agradecí porque escribir en negro siempre me ha dado una especie de triste nostalgia que aún no he sabido averiguar de dónde viene. Puede que sea porque me retrotrae a los tiempos de la pluma de ganso y la tinta natural, tiempos que me hubiese gustado vivir pues estoy seguro de que hubiese encajado mucho mejor que en el siglo XXI – aunque es cierto que eso de hablar con espíritus seguro que no estaba demasiado bien visto por aquel entonces. La lista estaba formada por lo que supuse que eran puntos geográficos, más concretamente, localidades. La primera de ellas, la que coronaba la columna de la izquierda, era Madrid. Bien, en mayúsculas, como está mandado. A partir de ahí, media docena de nombres que, a todas luces, parecían escritos en francés, hasta llegar a otra gran capital. Dicha capital europea se repetía, de nuevo, como primera palabra de la columna de la derecha, que volvía a estar compuesta por seis o siete ciudades. La última palabra volvía a ser Madrid, en mayúsculas. He de reconocer que la mayoría de los lugares no los había oído en mi vida, por lo que deseché la idea de intentar encontrar un código secreto o un sentido paranormal en aquella enumeración. Por otro lado, utilizando todas mis dotes detectivescas – que eran bien pocas – me vino a la mente que quizá aquello no era sino una planificación de un viaje. Un viaje de ida y vuelta, un viaje cuyo punto de inicio y de fin eran Madrid, un viaje con un destino muy determinado. Recordaréis que el propio Oliva me había dicho que únicamente necesitaba saber el destino de aquella aventura para darme cuenta de que necesitaba escaparme con él (dicho así, suena muy raro, pero creo que todos me habéis entendido, ¿no?). Bien, pues ya tenía dicho destino. Y se trataba de una de esas ciudades de las que todo el mundo habla alguna vez con cierto deseo, pero que a mí jamás me había llamado especialmente la atención. Quizá por desconocimiento, quizá porque se encontraba justo en ese punto en el que ni está lo suficientemente cerca ni lo moderadamente lejos como para que despertara mi interés. Ahora, al leerlo de nuevo, la sensación no había cambiado para nada. Así que lo siguiente que hice, lejos de sentir que me había convencido de marcharme con Néstor, fue doblar convenientemente la ropa interior – para que me cupieran un par de recuerdos que me había comprado el día anterior en aquella tienda de la Mamá Noel – y después encender mi portátil y cotillear sobre algunos de las ciudades de la lista. Y todo tan normal. Claro, que no me acordaba de que era entonces cuando el universo tenía que actuar. Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! Comenzó con la melodía de mi teléfono móvil. En la pantalla se podía leer: Claudia. Esperé unos segundos antes de responder. Y respiré, respiré bien profundo. - Feliz año, Claudia – cuanto antes me quitara las formalidades antes acababa la conversación y antes podía volver a mis quehaceres. - Feliz año, renacuajo. ¿Estás pensando en volver? Porque de verdad que se está muy bien sin ti por aquí, eh. - ¡Joder! Y yo que creía que el año nuevo te habría hecho más simpática. En tu línea. Y no, no vas a tener esa suerte: mañana a la hora de comer estoy ya por allí. - No necesitas que te vaya a buscar nadie, ¿verdad? - No, no. No te preocupes. Aunque me extraña tanta amabilidad viniendo de ti. - No pensaba ir yo. Se lo diría a mamá y papá, que seguro que están encantados de decirte que tienen otras cosas que hacer y que les es imposible. En fin... ¿qué te cuentas? Como hermana pequeña Claudia no tenía precio. Era lo suficientemente directa como para que nunca te sintieses traicionado, pues sabías de antemano por dónde te iba a venir la puñalada. Y no es que no tuviera gestos de amor o de cariño, es que hasta esos iban bien camuflados en una certera estocada. Aunque era año y tres meses más pequeña que yo, siempre jugó el papel de que era al contrario, dejándome bien claro que iba a ser ella la que se encargara de echarme la bronca siempre que hiciera falta y enfundarse la responsabilidad de quien ha vivido más que tú. En el fondo, muy en el fondo, yo sabía que no podíamos vivir el uno sin el otro, más allá de quererse más o menos. Para que me entendáis: el pez payaso y la anémona no se quieren ni se dejan de querer, pero no pueden vivir separados. Quizá porque lo necesitaba o puede que por el hecho objetivo de que había sido la única de la familia que se había dignado a llamarme aquella tarde, le conté, de manera muy sesgada y evitando detalles esotéricos, que me estaba planteando hacer un viaje. Se mantuvo bastante callada – cosa rara en Claudia –, por lo que me dio por pensar que ella, a su vez, lo estaba pensando y me iba a dar un consejo. Pero... mi hermana pequeña... ¿pensando? - ¿Y cuál dices que es el destino? – rompió el silencio, recuperando la iniciativa de la charla. - Ámsterdam. - Así que Ámsterdam... vaya, vaya con tu amigo. Sí que se lo monta bien. - ¿Por qué dices eso? - Hombre... si dejamos a un lado que, por lo que me dices, parece ser un viaje recorriendo parte de Francia y Bélgica, cosa que es una aventura más que interesante, está el hecho de acabar en la ciudad del pecado. - ¿Eso no era las Vegas? - Europea, la ciudad europea del pecado. ¿Mejor así? - ¿Por qué...? - Te lo explico – dijo sin dejarme acabar la pregunta. Era bastante evidente lo que iba a preguntarle –. Amsterdam siempre ha sido famosa por sus coffee shops, donde la marihuana acampa a sus anchas, y por el Barrio Rojo. Y ya sabes lo que hay en el Barrio Rojo. - Sí, algo he leído. - Pues eso. Que tu colega ha pensado en un lugar donde una docena de porritos y un par de revolcones son actividades casi recomendadas en algunas guías de viajes. - Yo no creo que... – confieso que iba a seguir con "un muerto esté muy interesado en drogas y sexo", pero tuve que callarme. Por respeto a mi hermana y por desconocimiento absoluto en la materia. - ¿No crees? Bueno... yo qué sé. A lo mejor no te venía a ti mal cualquiera de las dos cosas. No, en serio, no me hagas caso. Ya sabes que es que yo soy más de actuar sin pensar. Oye, que te tengo que dejar que me está llamando mamá, que dice que deje de hablar por el móvil que la familia está esperando para cenar. Cuídate, renacuajo, y mañana te veo. Saluda a Nico y dale el pésame de mi parte. Un beso. Y colgó. Y durante toda este último diálogo de mi hermana no es que no haya querido poneros lo que yo dije por ahorraros palabras. No. Es que yo no podía decir nada. Una especie de corriente eléctrica me había paralizado de pies a cabeza. ¡El jodido universo! Algo así como una revelación. Algo así como un descubrimiento ante dos grandes verdades que pasaban a regir mi vida desde ese preciso instante. A saber: que había decidido irme de viaje y que el universo, por motivos que se me escapan, tiene voz de mujer.
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Para muchos el día 1 de Enero es el más especial del año. Antes de dar mi opinión al respecto, compartir con vosotros la siguiente reflexión. Yo distingo tres categorías básicas en las que colocar a esos amantes del primero del año.
Los hay que miden el nivel de entusiasmo de manera inversamente proporcional al estado de sobriedad en las horas posteriores ( y a veces previas) de las 12 campanadas. Esa gente tiene la suerte de acabar vomitando algo más que propósitos vacios envueltos en papel de regalo cutre, muy cutre. Los hay más místicos, aquellos que se apoyan en la teoría de que se cierra un ciclo y empieza otro. Normalmente suelen decir que el que viene será mejor. Es extraño que aún no me haya encontrado con uno de estos idealistas que no se quejen todos los años por algo. ¿A eso le llaman estar mejor? Descerebrados, masocas, altamente influenciables por las corrientes negativas... llamadlos como queráis. Y también los hay más prácticos: el día 1 les mola porque estrenan traje o vestido, besan más y mejor a todo el mundo, se les ilumina la cara al aceptar que está bien gastar seis veces más por algo seis veces peor, y además finalizan la juerga con un buen revolcón – para algunos el primero del año con sus parejas, para otros el primero con ese/esa desconocido/a. Me parece estupendo. Les aplaudo y todo. Eso sí, desde la barrera. Nunca me he considerado integrante de cualquiera de los tres grupos. Y es que mis primeros de Enero se basan en: concierto de año nuevo, dormir, comida familiar, dormir, películas varias (nunca de la programación de la tele), volver a dormir. Pero ese día se rompió la regla; rompí la regla, mejor dicho. En primer lugar porque por primera vez estaba fuera de casa y eso ya le da a uno un talante diferente. En segundo lugar porque gracias a un inocente paseo, aquel día acabó siendo el punto de partida de mi mes más especial. ¿Del año? ¡Qué va! De mi vida. Las cosas en casa de Nico no es que fueran la alegría de la huerta precisamente. Se notaba la ausencia de Nuria. Mucho. Lo que era tremendamente normal y, a la par, tremendamente agobiante. Mi amigo no podía prestarme demasiada atención, tenía una madre que consolar. Y yo no es que no quisiera consolar, es que nunca he sabido muy bien cómo se hace eso sin acabar peor que la persona a la que consuelas. Así que en mitad de Mary Poppins decidí dar al pause (al de mi vida en general y al de los llantos en la casa en particular) y me eché a la calle con intención de perderme. El frío y la recién estrenada noche eran un buen marco para mi primera estupidez del año. En fin, que no me voy a liar más con introducciones porque en este capítulo quiero contar algo mucho más interesante que las veces que me resbalé sobre la acera helada y casi acabo de boca en el suelo. Serían las nueve de la noche, no más, y el banco en el que me senté a meditar (por decir de manera edulcorada que empezaba a rallarme tanta soledad) estaba iluminado por la única farola que funcionaba en condiciones en aquel callejón. A escasos metros, girando la esquina, observé un abrigo de montaña que se acercaba hacia mí. Un abrigo que me resultaba... paranormalmente familiar. - La putada de hacerse corpóreo es que lo del frío es igual de molesto que cuando estaba vivo. ¡Qué grata e inesperada sorpresa! El señor Néstor Oliva volvía a mí vida en el momento en el que ya había desechado la idea de que el nuevo año iba a traerme nuevas emociones. Si os digo que ya había olvidado mi don para con los muertos seguro que no me vais a creer, pero sí, las últimas horas habían sido demasiado intensas y emocionales como para prestar atención a mis cualidades sobrehumanas. Sea como sea ahí estaba él, vestido idénticamente a como le conocí (lo cual no sabía si era lo normal o no, pues por aquel entonces aún no podía presumir de ser experto en el fondo de armario de un fantasma) y con el mismo desparpajo. Llegó, vio y se acomodó a mi lado. - ¡Feliz año! – es lo que se me ocurrió decir. La educación es lo primero. - ¡Feliz año, Bruno! ¿Cómo tú por aquí? – le conté con pelos y señales mis razones para estar en Ponferrada y las que se me iban ocurriendo para abandonarla. Néstor asentía con la cabeza, aunque algo me decía que sabía más de lo que parecía. - ¿Y tú? ¿Vives aquí o también estás de visita? - En verdad yo soy de León... pero sí, los últimos cinco años he vivido aquí. Aquí y en Santiago de Compostela, Barcelona, Plasencia, Roma... - ¿Todo eso estando ya muerto? - No, no, estando vivo – sonrió por primera vez en nuestra conversación. - ¡Vaya! Un tío viajero. - ¡Exacto! Ese soy yo. - No te lo vas a creer pero últimamente eso de los viajes no deja de aparecer en mi vida a todas horas – iba a empezar a creer en las casualidades, eso que nos pasa sin ton ni son y que, dependiendo del estado de ánimo de cada cual, lo relaciona entre sí con la precisión de un reloj suizo. - A lo mejor es por algo... – sí, a mí me sonó igual que a vosotros. Néstor estaba tramando algo. No os preocupéis, yo mismo estaba a punto de saber qué tenía en mente mi nuevo y semi-corpóreo amigo. - Si lo piensas... nunca pensé que el mismísimo 1 de Enero iba a estar fuera de casa. Así que... supongo que he empezado el año viajando. Y mañana otro: volver a Madrid. - No me refiero a eso – se puso francamente serio. Algo callaba. Algo estaba a punto de decirme. - ¿Ah no? – yo, por supuesto, no me enteraba de nada. - No me voy a andar con rodeos, Bruno. Te propongo algo... - Dime. - Un viaje. Te propongo un viaje. - Ah, bueno, vale. Me habías asustado – no os penséis que soy un miedica, un fantasma sentado a tu lado poniéndose serio... da para acojonarse ligeramente –. Por mí vale. Yo prefiero que sea más en fin de semana y si podemos esperar al calorcito... mejor que mejor. Podríamos pensar en... - Espera, espera – me interrumpió antes de que planeara algo así como una luna de miel entre colegas –. Yo te propongo un viaje ahora. Bueno, no ahora mismo, digo en unos días. Un viaje lejos. - Define lejos. - Al norte... - Yo no conozco Asturias... - ... de Europa. Así, sin más, un viaje al norte de Europa. Durante unos segundos me quedé pensando en aquel destino tan incierto como desconocido para mí. Incierto porque en el norte hay muchas cosas y no es que Néstor hubiese precisado demasiado; desconocido porque, fuera donde fuera, yo apenas había salido fuera de España: un viaje exprés a París y un par de días en Roma. Y todo ello en compañía de mis padres y mis hermanas, que eran ellas las que planificaban hasta el lugar donde debíamos tomar café. Una vez pasada la etapa de "dónde se supone que quiere que vayamos este chico", llegó la lógica y normal de "por qué yo y por qué ahora". Parecía evidente que el muchacho no es que tuviera muchos amigos en el mundo de los vivos ahora que estaba muerto, pero lo que no tenía tan claro es si eso de viajar, para un muerto, era igual de pesado que para un vivo. Se me ocurrían cosas mucho más interesantes para hacer siendo un espíritu que irse a pasar frío lejos de España – cosas que no voy a contaros porque pienso hacerlas cuando estire la pata y fastidiaría un par de sorpresas más o menos agradables. - Néstor, no entiendo muy bien lo que me estás diciendo. Que sí, que lo entiendo, pero... no, no lo acabo de entender. - Demasiadas preguntas, ¿verdad? Ya. Te iré dando las respuestas. Pero ahora... no es que tenga todo el tiempo del mundo – seguro que no se daba cuenta lo contradictorio que sonaba eso para alguien que es, digámoslo así, mortalmente inmortal. - ¿Tiempo?, ¿tú me hablas de tiempo? – por gracia divina, yo sí que me había dado cuenta de lo que os decía. - Más preguntas... ¡joder, esto es una locura! - ¿En serio? ¡No! ¿Yo viendo muertos desde hace una semana, muertos que me piden hacer viajes y que no responden a ninguna de esas preguntas que todo espíritu debería responder, al menos a aquel desgraciado muchacho que tiene el privilegio de verle en todo su esplendor? ¡Qué va! Es todo muy normal. ¿Locura? ¡Ni de coña! – y sí, lo dije con seriedad, con cierto cabreo que no intenté disimular ni un ápice. Era el momento de afrontar lo que estaba pasando, el momento de empezar con determinación el 2013, aunque fuera en mitad de un callejón, en el Bierzo leonés y discutiendo con un fantasma. - Escucha – el joven se dio cuenta de que ya no podía andarse con rodeos. Y sí, respondió con una claridad asombrosa –. Desde que te conocí he estado observándote. Algo, no sé el qué, me dijo que alguien como tú estarías en el cementerio aquella mañana. Te encontré. Y por lo que he ido sabiendo de ti estos días eres la persona perfecta, la única y puñetera persona que puede ayudarme. Necesito hacer un viaje, para marchar, para descansar en paz. Al menos eso creo. Y tú necesitas un viaje. Para empezar a vivir tu vida de una manera diferente, para desconectar por un momento del mundo, para aprender... y sobre todo para quitarte de una vez por todas esa losa que no te deja ser ese gran tío que puedes llegar a ser. Tú puedes ayudarme y yo puedo ayudarte. Ahora solo queda saber si estás dispuesto o no. - ¿Para qué necesito yo ese viaje? – en cuanto hubo un silencio en su discurso aproveché para lanzar esa pregunta. - Aún no lo sabes, pero en unas horas tú mismo vas a escribirlo. Solo necesitas saber el destino de mi viaje. - Ya... y después – y dije esto porque no me estaba enterando de absolutamente nada. Con suerte... la siguiente frase sería más clara. ¡Jaaaa! - Después, el universo hará el resto. Álvaro Ponferrada es una de esas ciudades que a uno le apetece disfrutar a su ritmo, que normalmente suele ser sin prisa y sin la tabarra de las visitas guiadas. Hablo por mí, por supuesto. Seguro que hay gente por ahí que adora no poder ir de un lado para otro en el momento en que le dé la gana y sin necesidad de seguir un paraguas levantado de color hortera y chillón. Digo esto porque quiso el destino que me topara con Ponferrada más de lo que hubiese imaginado. Y en un cortísimo espacio de tiempo. Me explicaré. Tras mi encuentro paranormal, procuré unirme a los asistentes del entierro de la manera más disimulada posible: acercándome al grupo de cabeza, formado por media docena de mujeres llorosas (los hombres son más de disimular emociones... ¡y así nos va!), y repitiendo una y otra vez a un volumen moderadamente alto lo emocionante que había sido la despedida de la pobre muchacha. - Nuria descansa en paz. Nos estará viendo desde arriba, sonriendo – ahora que sabía de la existencia de fantasmas entre nosotros, por un momento se me pasó por la cabeza la idea de que anduviera por allí la fenecida, escuchando con cara de pocos amigos mi sarta de topicazos. Por ese miedo más o menos fundado, no tardé en pasarme al bando masculino del disimulo. Aquel día yo no estaba como para hacer un viaje de vuelta a Madrid. No me apetecía lo más mínimo. Además, estaba de vacaciones (permanentes) y tampoco tenía a nadie que me esperase en mi ciudad. Si a eso le sumamos el detalle de que Nico necesitaba calor de sus amigos... podréis entender porque Sergi y yo decidimos retrasar nuestro regreso a la capital hasta el día siguiente. En mi mente también estaba la posibilidad de que Néstor se nos uniera... pero confieso que era la razón menos importante. No me malinterpretéis, soy de los que opina que hay que darle poca importancia a acontecimientos que se salen, en cualquier universo, de la normalidad. Que sí, que haber conocido a un muerto estaba muy bien, pero cabía la posibilidad de que se convirtiera en el tema de conversación de aquella tarde... y no creo que a Nico le hubiese hecho ninguna gracia hablar sobre depende qué temas. Pero no, no apareció. Y pensé entonces que quizá yo no había sido claro a la hora de decirle que iba a estar en Ponferrada. Me lo imaginé buscándome por el pueblo, soltando maldiciones y apareciendo y desapareciendo de muy mala manera. Asustando a la gente, incluso. Luego pensé, por otro lado, que lo mismo uno de los poderes que acompaña lo de que tu espíritu no se vaya del todo de este mundo, es poder sentir la presencia de ciertas personas. Sobre todo si esas personas tienen el don que yo tengo. ¿El radio de acción, en kilómetros, entraría dentro de la distancia que separaba el cementerio de Ponferrada?, ¿podría teletransportarse o materializarse en el espacio a su libre albedrío? Sea como sea... acabé por convencerme a mí mismo de que si no había querido unirse a nosotros es porque no había querido. Evidentemente, cuando regresamos a Madrid y durante los días siguientes, mi parte racional decidió apoderarse de todo mi ser y colocar aquella experiencia sobrenatural en el baúl de los recuerdos. Concretamente ese que no tiene demasiada importancia en el presente. Dije que había estado en la ciudad leonesa más de lo que esperaba, ¿os acordáis? Esto se debe a que volví allí a pasar la Nochevieja. Esta vez solo, Sergi tenía una familia moderadamente tradicional y dispuesta a fingir la hermandad de aquella velada con doce uvas incluida. Mi gente vio normal y hasta conveniente que yo me marchara y pasara unos días fuera. Yo me sentí feliz: era un plan diferente. Y tengo que confesar que hasta me pensé muy mucho darle las gracias y llamarles emocionadísimo nada más entrar en el 2013. Pero mi madre frenó mis ansias de ser buen hijo diciéndome que no me preocupara, que las líneas estarían saturadas y que ya hablaríamos al día siguiente. Eso sí, que Nico tuviera el móvil a mano porque "no iban a dejar que se quedara sin felicitación de año nuevo después de todo lo que había pasado". Ahí lo tenéis, la expresión "la generosidad familiar de puertas para afuera" hecha carne. El mismo día 31, al mediodía, volvía a deshacer la maleta de mano en la destartalada habitación de invitados que me había ofrecido la madre de Nico. Después de acomodarme y acostumbrarme al nuevo hogar – es decir, comer cantidades industriales de los mejores guisos leoneses y las dos horas de siesta obligatorias –, mi amigo y yo zascandileamos un poco por las calles de Ponferrada. Yo sé que seguramente la capital del Bierzo tiene mil y un encantos que un joven como yo no sabría apreciar y que me perdonen los ponferradinos por lo que voy a escribir a continuación – que fue lo que le dije a Nico nada más pisar la calle –, pues es solo un atisbo de mi ignorancia: a mí con ver el castillo templario, me vale. Y es que si hay algo que a mí me vuelve loco es eso de descubrir rincones con historia, con un pasado esplendoroso, a poder ser medieval, y con historias poco creíbles asociadas a dicho lugar – para historias creíbles ya tengo el canal de noticias 24 horas, que apenas sintonizo, si es lo que ibais a preguntarme. Es en sitios como ese donde mi cabeza se pone a imaginar cosas... ¡y para qué queremos más! Podría acabar, como en el caso que nos ocupa, escribiendo un libro y todo. Aunque bueno, este caso es un poco más especial que el cosquilleo que siente uno cuando atraviesa el portón principal de aquella fortaleza templaria. Sí, lo de que hubiera aquí caballeros templarios siempre hace que los turistas acudan en oleadas, aunque pocos saben que muy poquito ha de quedar de lo que sería la fortificación del siglo XII que levantaron los monjes guerreros. Lo que uno ve hoy día – y ve con admiración, todo hay que decirlo –, es el aspecto que adquirió el castillo tres siglos más tarde, cuando el Temple ya llevaba más de cien años criando malvas (y no de manera metafórica, precisamente). Para que nos entendamos, esto es como si yo apelase a la belleza de cuando era un crío para quitarle importancia al hecho de que, con la edad, uno se hace más majo e interesante (y más feo, joder, seamos claros). Nico y yo ascendimos por la rampa de acceso, y comenzamos a andar sin ningún tipo de rumbo, moviéndonos por el patio de armas, el paseo de ronda, y subiendo a algunas de las torres para hacernos una mínima idea de lo que podría ver un soldado del siglo XVI. Aunque no apretara el calor, el sol lucía de manera extraordinaria. Gracias a eso, la conversación de casi una hora que mantuvimos mi amigo y yo, y de la que extraigo una ínfima parte, se nos pasó volando. - Así que otra Nochevieja que vamos a pasar solteros, ¿no? – comentó Nico, con la desafortunada sonrisa del que sabe que para él no supone ningún problema lo que acaba de afirmar. - ¡Qué remedio! – dije yo, sin sonrisa – Pero vamos, que tampoco... - Venga, Bruno, que nos conocemos. Sé que te jode tanto como a mí no tener novia. La única diferencia es que yo lo llevo bien. Ya sabes que después de lo de mi ex... - Sí, tú ya has tenido suficiente. Ese es el problema. Que ya has tenido. Lo que sea, pero lo has tenido. - No me digas que te conformas con tan poco... – una brisa fría se coló entre las almenas de la torre. Una brisa que se llevó las pocas palabras que podría tener para rebatir esa idea. Es bastante triste y, para que lo entienda el lector si necesidad de desarrollar mi tesis, lo resumiré en "mejor estar mal acompañado, que solo." - Bueno, da igual – acabé diciendo mientras le hacía un gesto a mi amigo para ir abandonando el castillo –. Lo que está claro es que hoy lo tenemos que pasar lo mejor posible y despedir el año juntos. - Pues sí – sentenció Nico. Pero apenas hubo acabado se dio cuenta de la poca convicción de mis palabras –. Además, no desesperes ni te agobies. Seguro que tu chica está por ahí fuera. - ¿Fuera?, ¿te refieres a fuera de mi alcance o a fuera del planeta? - Joder, tío. Me refiero a fuera... de fuera. De aquí, de tu mundo habitual, de tu rutina, de tu búsqueda casi a la desesperada. - Si lo dices así de convencido... tendré que salir fuera. - A lo mejor es lo que te hace falta – palmadita en la espalda, consejo impagable –. Salir de Madrid una temporada y olvidarte de todo. - Sí, y empezar de cero, marchar a la montaña, construir una cabaña con mis propias manos y empezar a hablar con las ardillas. Nico, no me seas peliculero. - Tómatelo como quieras – y de verdad que lo sentí así. Como si no le importase que yo hubiera sacado un chiste de su recomendación. Un chiste bastante malo, por cierto. Al volver a pisar el asfalto, rodeando uno de los lados de la fortaleza, me quedé durante unos segundo mirando la inmensa mole de piedra. Saqué el teléfono móvil y, por primera vez durante ese día, saqué un par de fotos. Y es absurdo y muy poco romántico lo que voy a decir pero fue esa pantalla de 4,3 pulgadas la que despertó en mí una chispa que ni os imagináis lo que iba a provocar. Fue mirando la fotografía, olvidándome por un momento de esa losa del progreso que nos ha atado a nuestros dispositivos móviles como si fueran el cordón umbilical que nos suministra información y pasotismo humano, cuando me percaté de la belleza de lo desconocido. Me quedé embobado con la fuerza de la historia plasmada en aquel edificio, de la emoción que sentía al saber que su imagen quedaría ya grabada por siempre en mi memoria (además de en la del aparatito), pero sobre todo del privilegio y la sensación de libertad al estar ahí y ser testigo directo de esta maravilla. Lo de la libertad... es un poco complejo de explicar y ya lo iréis entendiendo según avance mi historia. Sin embargo, lo que está claro es que la semilla de algo incontrolable acababa de germinar en mí. Y aunque yo no lo sabía en aquel momento, había alguien, no sé muy bien dónde ni cómo, que se había percatado de este insignificantemente enorme descubrimiento. "Lo mismo eso de marcharse fuera no es tan estúpido como creía", pensé mientras echaba una carrera para alcanzar a Nico, que se entretenía en una tienda de souvenirs con una dependienta vestida de Mamá Noel y escasa sensación térmica de frío (por lo que se deducía de su corta indumentaria). Es verdad que yo siempre he sido – y seré – de Reyes Magos pero... en aquel momento, en aquel lugar, solté un "¡viva el Polo Norte!" con más razón que un santo. Álvaro Carvajal Galería: castillo de Ponferrada, León |
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Marzo 2016
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